jueves, 7 de enero de 2010

EL TRUEQUE



Muchos días de Reyes Magos habían pasado completamente desolado, decepcionado, sin comprender nada y con una pregunta en la mente, más bien en el corazón, ¿Por qué a mí no? Porque nadie podría explicarme qué pasaba, sin embargo, no perdía la esperanza de que algún día pudieran encontrar mi casa, así como encontraban la de mis vecinos, no podía entender que hubiera estado en la casa de al lado y no vieran a la mía, ¿sería porque no tenía foquitos?, ¿sería porque estaba hecha de barro? No sé y nadie sabía, la respuesta de papá era: ya vendrán el próximo año. Pasaron muchos años, bueno muchos para mí, y aquel día lo comprendí todo.

Fue algo tan fuerte como una carga de emociones que a mi corta edad no podía asimilar tan fácilmente, pero finalmente lo comprendí todo.

Fue duro, fue cruel, fue doloroso pero preferible a vivir en la agonía y la desesperación de aquellos días seis de enero en los cuales veía salir a mis amiguitos con sus juguetes nuevos y mi alma de niño hacerse pedazos y maldecir a los reyes magos.

Aquel día me dormí con la misma ilusión de todos los años anteriores, confiando en que en esta ocasión sí vendrían y que me perdonarían por haberlos insultado el año pasado.

Mi hermano mayor y yo dormíamos en un catre cubierto por un pabellón que nos protegía de los moscos y otros animales que caían del techo por las noches. Dejé mi carta como todos los años anteriores en un zapato.



Me dormí casi a fuerzas para dejar que ellos hicieran su trabajo. Desperté a las cinco de la mañana y abrí los ojos lentamente, con el corazón a mil por hora, y una oración en los labios para que en este año sí me hubieran dejado mi regalo. Me sorprendí y me asuste al descubrir encima del pabellón un bulto negro, temiendo que fuera algún animal desperté a mi hermano y juntos decidimos inspeccionar el misterioso paquete.

Cuando lo tuvimos en el suelo y pudimos verlo de cerca nos percatamos de que era una bola negra.

Rompimos la bolsa con la desesperación de un naufrago y estallamos en gritos de alegría, nos abrazamos y saltamos por toda la casa, corrimos a despertar a papá y a mamá para darle las buenas nuevas, al fin habían encontrado nuestra casa y nos habían dejado un par de ambulancias, equipados con camillas y con sus puertas corredizas.

Amaneció aquel feliz seis de enero y nos lanzamos al patio mi hermano y yo a levantar enfermos para trasladarlos en las ambulancias a los hospitales que habíamos construidos con todo tipo de materiales que encontramos y todo era diversión.

Pasaban de las nueve de la mañana cuando vimos entrar por el portón a mi tío, saludamos como de costumbre y él se dirigió a mi padre que se encontraba cerca de nosotros viéndonos jugar, se saludaron y entonces vino la pregunta que taladró mis oídos, ¿Dónde conseguiste el dinero? En ese preciso momento yo vi a mi padre que señalo con un movimiento de cabeza hacia la esquina del patio, y fue hasta ese momento que reparé en la ausencia del “chacho”, un `puerquito que alimentábamos todos los días… mi padre con tristeza dijo en voz baja: tuve que venderlo y mi tío comentó: se lo cambiaste a los reyes.

Fue en ese momento que todo se detuvo y pasaron por mi mente todos esos años de angustia y frustración. La cruel realidad se hacía presente de la forma más inesperada: éramos pobres.

Han pasado de eso más de treinta años y hasta el día de hoy cada seis de enero lo recuerdo como si fuera ayer, puedo decirle a mi padre que comprendí desde aquel momento, su angustia en estas fechas y que desde aquel día valoré cada uno de sus sacrificios.


FELIZ DÍA DE REYES!!!


AUTOR:
Alfredo Pérez.

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